Una de estas mujeres, que es uno de los seres mejor dotados
que conozco, novelista célebre de estilo
admirable, me decía: “No soy verdaderamente feliz sino cuando estoy sola, con
un libro o ante el papel y la pluma. Al lado de este mundo tan real para mí, la
otra realidad se desvanece”. Sin embargo, esta mujer, nacida en un ambiente
intelectual y cuya vocación fue, desde el comienzo, singularmente clara, pasó
en su juventud años atroces de tormentos e incertidumbres. Todo conspiraba para
probarle que su sexo era un handicap terrible en la carrera de letras. Todo
conspiraba para aumentar en ella lo que había heredado, lo que todas heredamos:
un complejo de inferioridad. Contra ese complejo debemos luchar, puesto que
sería absurdo desconocer su importancia. El estado de espíritu que crea
forzosamente es de los más peligrosos. Y no veo otro modo de luchar contra él
que dar a las mujeres una instrucción tan sólida, tan cuidada como a los hombres
y respetar la libertad de la mujer exactamente como la del hombre. No sólo en
teoría, sino en la práctica. […] La mujer, entre nosotros, no tiene, en la
teoría ni en la práctica, la situación que debiera tener. Los hombres continúan
diciéndole: “No me interrumpas”. Y cuando ella reivindica su derecho a la
libertad, los hombres interpretan, juzgando sin duda por sí mismos y poniéndose
en su lugar: libertinaje.
Por libertad, nosotras, las mujeres, entendemos
responsabilidad absoluta de nuestros actos y autorrealización sin trabas, lo
que es muy distinto. El libertinaje no tiene ninguna necesidad de reivindicar
la libertad. Puede uno entregarse a él siendo esclava.
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